Hacemos una breve retrospectiva de la participación africana en la historia de la Bienal de Venecia al cierre de su 58ª edición, en la que han participado por primera vez Ghana, Madagascar y Mozambique.
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Este debe de ser el cierre más trágico y espectacular de la Bienal de Venecia, con media ciudad bajo una inmensa e inquietante agua que nos recuerda la alarma ecológica que se cierne sobre nuestras vidas. Atrás quedan vernissages y glamour, ese complemento indispensable de la tribu del arte contemporáneo. Todo ese mar invadiendo edificios emblemáticos de la ciudad del amor parece mandarnos un mensaje: «señoras y señores, el buque se hunde y ustedes en cubierta con el champán, escuchando a la orquesta tocar algo romántico».
Recuerda al eterno reproche, que siempre llega de algún lado, de que el arte de hoy no es más que un vacío espejismo burqués que nos aleja de los verdaderos problemas. Si hablamos de África, la polémica es más lacerante aún, pues nunca falta quien se escandalice ante el contraste entre esa supuesta superficialidad y las urgencias sociales, económicas y políticas del continente. Debates aparte, no nos despediremos de la 58ª edición de la «Olimpiadas del Arte» -como la denominan- sin hablar de aquello que nos concierne en esta revista: los artistas africanos.
Cuando el amor llega así…

Contrastando con el dramatismo de su clausura, los primeros momentos de la Bienale, allá por mayo, estuvieron marcados por la celebración de corte casi nupcial por parte de los monaguillos del mal llamado «arte africano». En efecto, cómo no festejar la entrada triunfal de Ghana, Mozambique o Madagascar al concierto de los pabellones nacionales en los que se estructura la muestra. Es una situación a la que nos hemos ido acostumbrando quienes seguimos esa (amplia) escena artística, como a una boda carísima que, meses o años después, tiene como desenlace un divorcio exprés y sin gloria.
«En busca de un novio temporal en Venecia«, se leía en las bolsas de tela que promocionaban la puesta de largo del pabellón malgache. Me parece un eslógan muy apropiado para resumir la presencia de los países africanos en la bienal. Allí donde la mayoría de países cuenta incluso con un lugar físico propio para exponer, cedido por concesión, la mayoría de los africanos tiene una participación esporádica con poca o ninguna continuidad. Algo que se visualiza perfectamente en este cuadro del artículo que Raquel Villar-Pérez dedicaba a la cita, preguntándose qué diablos importaba que Ghana haya accedido a la madre de todas las bienales. En él también cuestionaba la relevancia de un evento eminentemente elitista, occidental y, sobre todo, representativo de un establishment que pocas veces apoya la creación crítica e independiente. Aunque estamos de acuerdo sobre el fondo, no podemos olvidar que la de Venecia, que nació en 1853, es la primera bienal de arte del mundo. Y aunque intentan más o menos alejarse, todas las otras bienales han seguido su formato o se han definido a sí mismas en términos de distancia o capacidad de innovación respecto a ella. Este extracto de un texto 1) de Salah Hassan y Olu Oguibe es claro al respecto :
«¡Si no exhibes, no existes!», respondían a la pregunta Why Venice? Why Exhibitions?. «Las exposiciones son las piedras angulares de la historia del arte y, por lo tanto, son cruciales para poder trasladar el arte del ámbito privado al ámbito público. (…) La Bienal de Venecia proporciona a esta máquina cada vez más globalizada un paquete prestablecido de lo que se consideran las últimas tendencias. Comisarios, directores de museos, galeristas, críticos de arte y otros especialistas de prácticamente todos los rincones del planeta llegan a Venecia para entrever esta especie de moneda oficial, con consecuencias significativas para los artistas y actores culturales con algún interés en la escena internacional del arte contemporáneo.»
Lúcidos, como de costumbre, Hassan y Oguibe interrogaban la débil asistencia africana al evento y las consecuencias de esta situación. Las excepciones han sido sobre todo Egipto, presente desde mediados de los años 40, y Sudáfrica, con un recorrido poco estable y obligada durante un tiempo a retirarse por cuestiones de orden político. En este contexto, pesan más las ausencias, que se traducen en una desventaja notable de los artistas visuales africanos dentro del circuito internacional.
Pero mirar a Venecia también nos ayuda a comprender mejor los entresijos de la escena artística africana. La Bienale ha sido testigo de muchos capítulos de un culebrón salpicado de separaciones y romances entre los principales actores de dicha escena. Algunos rifirrafes entre figuras muy prominentes provocaron de hecho desencuentros que perdurarían a lo largo de los años. El propio Olu Oguibe eludía diplomáticamente una pregunta nuestra, en un artículo 2017, acerca de la bienal. Y cuando nos dejó el nigeriano Okwui Enwenzor, que sería director de la Bienale en 2015, Simon Njami aludiría a «cuestiones no resueltas» entre ambos en un bello homenaje. Imposible no acordarse entonces de Venecia.
Tirando de archivo

El romance entre África y Venecia remonta hasta bien atrás. Al contrario de lo que se ha querido vender, hace casi un siglo que la Bienale mostró por primera vez obras africanas. Fue en 1922, con la «Mostra di Scultura Nera«, organizada por el arqueólogo Carlo Anti y por el antropólogo Aldobrandino Mochi. La propuesta, como lo deja adivinar el nombre, se inscribía dentro de la clásica concepción etno-antropológica que relega la producción artística no occidental a un objeto digno de distanciada observación científica. Cosas que, a pesar de todas las discusiones que han tenido lugar, se siguen haciendo cien años después. Pero aquello era, como quien dice, principios del siglo XX. La Bienale vería pasar el fascismo y la Segunda Guerra Mundial hasta que, en 1948, se inauguró del primer Pabellón Nacional Egipcio. Y aunque nos empeñemos en olvidarlo o ignorarlo, Egipto es a todos los efectos (tanto históricos como geopolíticos) un país africano, y fue también el primero en ganar el León de Oro, el mayor galardón. Fue en 1995 con los artistas Akram El-Magdoub, Hamdi Attia, Medhat Shafik y Khaled Shokry. Ese mismo galardón se lo llevaría, años después, en 2013, el primer pabellón de Angola, con la obra de Edson Chagas.
Además de Egipto, Sudáfrica comenzó a tener una presencia algo más regular a partir de 1993, con el fin del Apartheid. Los pabellones nacionales de la bienal son responsabilidad de los respectivos estados. En el caso de Sudáfrica, el encargado es el Departamento de Artes y Cultura, cuyo apoyo apoyo institucional, de creer a la comunidad artística sudafricana, ha ido siendo más inconsistente con los años. Esta misma edición, todas las alarmas sonaron ante su tardanza en anunciar el proyecto para la Bienal. Por suerte, el equipo de comisarias (Nkule Mabaso y Nomusa Makhubu) y de artistas (entre los que se cuenta la célebre Tracey Rose) calmó y aseguró con una propuesta consistente en un tiempo récord.

Más tarde, en los años 60, irrumpirían de manera puntual países como Liberia, Congo, Costa de Marfil y Kenia hasta que, en 2007, se inaguró el controvertido Pabellón Africano. Sorprendió a muchos entonces -y sigue sorprendiendo hoy- la ocurrencia del director artístico de la época, Robert Storr, de encerrar todo un continente en un formato nacional. Alguien debería haberle recordado aquello de que «África no es un país«… Y también molestó el proceso de adjudicación, bajo concurso, finalmente otorgada a la fundación privada de Sindika Dokolo y a sus dos consultores y comisarios Fernando Alvim y Simon Njami.
El pabellón se reclamaba absolutamente novedoso y tenía voluntad de canonizar en una muestra crítica y representativa los 15 años anteriores de «arte contemporáneo africano». Bajo el título «Check-List Luanda Pop«, sin embargo, se reunirían solo obras de la colección privada de Dokolo, entre las que se encontraban un Basquiat y hasta un Miquel Barceló, muy emblemáticos, por lo visto, de la producción visual africana. Para Alvim y Njami, en los textos que servirían de manifiesto a la muestra del Pabellón, el balance de esos años se resumía a hazañas personales como la exposición Africa Remix, la Trienal de Luanda esponsorizada por el propio Dokolo o la creación de la mítica Revue Noire. Apenas sí mencionaban la revista Nka o a su fundador Okwui Enwenzor; ni rastro de la Bienal de Johannesburgo, por ejemplo, o de una muestra tan relevante, presentada en el programa OFF de Venecia, como fue «Authentic / Ex-centric», comisariada por Oguibe y Hassan en la edición inmediatamente anterior.
Y fíjense si es importante Venecia que las heridas abiertas entonces no se llegaron a cerrar jamás. Underwater love es el título de una canción de la gran banda Smoke City, una apología por los amores bellos y pasajeros como el clima. Me disculparán la irónica -y poco inspirada- metáfora, pero me parece una buena banda sonora para cerrar esta brevísa crónica mientras quedamos a la espera de tiempos mejores.
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- In «Authentic/Ex-Centric» at the Venice Biennale: African Conceptualism in Global Contexts, Salah M. Hassan & Olu Oguibe. African Arts Vol. 34, Núm. Págs. 64-66.