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cultura africana contemporánea

«Amurallar el miedo» por Mia Couto

Autor: Mia Couto

El miedo fue uno de mis primeros maestros. Antes de confiar en criaturas celestiales, aprendí a temer a monstruos, fantasmas y demonios. Los ángeles, cuando llegaron, era ya para protegerme. Los ángeles actuaban como una especie de agentes de seguridad privada de las almas.

Quienes me protegían no siempre conocían la diferencia entre sentimiento y realidad. Eso ocurría, por ejemplo, cuando me enseñaban a temer a los desconocidos. En realidad, la mayor parte de la violencia contra los niños siempre fue provocada, no por extraños, sino por parientes y conocidos. Los fantasmas que emergían en mi infancia reproducían ese antiguo equívoco de que nos sentimos más seguros en ambientes que reconocemos.

Mis ángeles de la guarda eran tan ingenuos que creían que yo estaría más protegido si no me aventuraba más allá de la frontera de mi lengua, de mi cultura y de mi territorio. El miedo fue, a fin de cuentas, el maestro que me hizo desaprender. Cuando dejé mi casa natal, una mano invisible me robaba el coraje de vivir y la audacia de ser yo mismo. En el horizonte, se vislumbraban más muros que carreteras.

En ese momento algo me sugería lo siguiente: que hay, en este mundo, más miedo de las cosas malas que cosas propiamente dichas.

En el Mozambique colonial en que nací y crecí, la narrativa del miedo tenía un envidiable elenco de actores internacionales. Los chinos que se comían a los niños, los llamados terroristas que luchaban por la independencia y un ateo barbudo de nombre alemán. Esos fantasmas tuvieron el mismo final que todos los fantasmas: murieron cuando murió el miedo.

Los chinos abrieron restaurantes en nuestra puerta, los llamados terroristas son hoy gobernantes respetables y Karl Marx, el ateo barbudo, es un simpático abuelo que no dejó descendencia. El precio de esa construcción del terror fue, sin embargo, trágico para el continente africano. En nombre de la lucha contra el comunismo se cometieron las barbaridades más indecibles.

En nombre de la seguridad mundial, se colocaron y se mantuvieron en el poder algunos de los dictadores más sanguinarios de toda la historia. La más grave de esa larga herencia de intervención externa es la facilidad con que las élites africanas continúan culpando a los demás por sus propios fracasos.

La Guerra Fría se enfrió pero el maniqueísmo que la sostenía no se desarmó, inventando rápidamente otras geografías del miedo: en Oriente y en Occidente y, como se trata de entidades demoniacas, los medios de gobernanza seculares no resultan suficientes. Necesitamos intervención con divina legitimidad.

Lo que era ideología pasó a ser creencia. Lo que era política se volvió religión. Lo que era religión pasó a ser estrategia de poder.

Para fabricar armas, es necesario fabricar enemigos. Para producir enemigos, es imperioso apoyar a fantasmas.

El mantenimiento de ese alborozo requiere un dispendioso aparato y un batallón de especialistas que, en secreto, toman decisiones en nuestro nombre. Esto es lo que nos dicen: para que superemos las amenazas domésticas, necesitamos más policía, más prisiones, más seguridad privada y menos privacidad. Para que nos enfrentemos a las amenazas globales, necesitamos más ejércitos, más servicios secretos y la suspensión temporal de nuestra ciudadanía

Todos sabemos que el verdadero camino tiene que ser otro. Todos sabemos que ese otro camino podría comenzar, por ejemplo, con el deseo de que conozcamos mejor a quienes, por un y otro lado, aprendimos a llamar “ellos”. A los adversarios políticos y militares ahora hay que sumar el clima, la demografía y las epidemias. El sentimiento que se ha creado es el siguiente: la realidad es peligrosa, la naturaleza es traicionera y la humanidad imprevisible.

Vivimos como ciudadanos y como especie en permanente situación de emergencia. Como en cualquier otro estado de sitio, las libertades individuales deben ser contenidas, la privacidad puede ser invadida y la racionalidad debe ser suspendida. Todas esas restricciones sirven para que se formulen preguntas, como por ejemplo estas: ¿por qué motivo la crisis financiera no afectó a la industria armamentística? ¿Por qué se gastó, solo el año pasado, un trillón y medio de dólares en armamento militar? ¿Por qué los que hoy intentan proteger a los civiles en Libia son exactamente os que más armas vendieron al régimen de Gadafi? ¿Por qué se realizan más seminarios sobre seguridad que sobre justicia? Si queremos resolver y no solo debatir acerca de la seguridad mundial, tendremos que enfrentarnos a las amenazas reales y urgentes de verdad.

Hay un arma de destrucción masiva que se está usando todos los días, en todo el mundo, sin que sea necesario usar el pretexto de la guerra.

Ese arma se llama el hambre.

En pleno siglo XXI, uno de cada seis seres humanos pasa hambre. El coste de superar el hambre mundial sería de una fracción muy pequeña en comparación a lo que se gasta en armamento. El hambre será, sin duda, la mayor causa de inseguridad de nuestro tiempo.

Mencionaré también otra violencia silenciada: en todo el mundo, una de cada tres mujeres fue – o será – víctima de violencia física o sexual durante su tiempo de vida. Es verdad que, sobre una gran parte de nuestro planeta, pesa una condena anticipada por el simple hecho de ser mujer.

Nuestra indignación, sin embargo, es mucho menor que el miedo. Sin darnos cuenta, nos hemos convertido en soldados de un ejército sin nombre y, como militares sin uniforme, dejamos de cuestionar. Dejamos de hacer preguntas y de argumentar las causas. Las cuestiones de ética son olvidadas, porque la atrocidad de los otros está comprobada y, como estamos en guerra, no tenemos que dar prueba de coherencia, de ética ni de legalidad.

Es sintomático que la única construcción humana que se puede ver desde el espacio sea una muralla. La Gran Muralla fue erguida para proteger a China de las guerras y de las invasiones. La Muralla no evitó los conflictos ni paró a los invasores. Posiblemente murieron más chinos construyendo la muralla que víctimas de las invasiones que realmente ocurrieron. Se dice que algunos de los trabajadores que murieron fueron emparedados en su propia construcción.

Esos cuerpos convertidos en muro y piedra son una metáfora de cuánto puede aprisionarnos el miedo.

Hay muros que separan naciones, hay muros que dividen a los pobres y a los ricos, pero no hay hoy por hoy, un muro en el mundo, que separe a los que tienen miedo de los que no tienen miedo. Todos nosotros vivimos bajo las mismas nubes grises, de sur a norte, de occidente a oriente. Citaré a Eduardo Galeano sobre esto, sobre el miedo global:

“Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo; los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo; quien no tiene miedo al hambre tiene miedo a la comida; los civiles tienen miedo a los militares; los militares tienen miedo a la falta de armas y las armas tienen miedo a la falta de guerras”.

Y, quizá, añado yo ahora: hay quien tenga miedo de que el miedo acabe.

Muchas gracias.

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Traducción del portugués al español: Alejandro de los Santos

Este discurso fue pronunciado por el escritor mozambiqueño Mia Couto en las Conferencias de Estoril, en Portugal, en el año 2011. Couto es una de las figuras más sobresalientes de la lengua portuguesa y fue distinguido con el Premio Camões en 2013. Este discurso fue difundido en video por las redes sociales y en poco tiempo se convirtió en viral dentro de la comunidad de países lusófonos.

Afribuku ha decidido reproducirlo por la pertinencia y la belleza de su contenido que, por desgracia, nunca dejará de estar de actualidad.

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