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cultura africana contemporánea

La negación con el silencio… los africanos y el genocidio de los tutsi

Autor: Boubacar Boris Diop*

El escritor senegalés Boubacar Boris Diop reflexiona sobre la tesis negacionista defendida durante años por algunos intelectuales franceses de un genocidio planificado. Además de apuntar con el índice a los países africanos y a la sociedad civil de un continente que en cierto modo ha actuado como cómplice de esa negación.

Miércoles, 6 de abril de 1994. Cae la noche sobre Kigali. Sobrevolando la pista de aterrizaje del aeropuerto Grégoire Kayibanda, un pequeño avión inicia las maniobras de aproximación. Es el Falcon 50 de Juvénal Habyarimana, regalo personal de François Mitterrand, que puso también a su disposición una tripulación francesa compuesta por los pilotos Jacky Héraud y Jean-Pierre Minaberry, y por el ingeniero de vuelo Jean-Michel Perrine. El presidente ruandés regresa de Dar es Salam. Acaba de participar en una cumbre regional en la cual ha sido presionado por sus homólogos para poner en práctica los acuerdos de paz alcanzados con el Frente Patriótico de Ruanda (FPR) ocho meses antes. Hace ya mucho tiempo que duda porque, en realidad, tiene plena consciencia de la feroz hostilidad de los ultra de su terreno en lo que se refiere a compartir el poder con quienes odiosamente denominan los Inyenzi, las cucarachas, es decir, los tutsi del movimiento político-militar de Paul Kagamé

Además, convencido de no poder controlar la nueva Asamblea Nacional de Transición compuesta por 70 miembros, teme tener que responder ante ella sobre los numerosos asesinatos políticos con objetivos específicos y masacres cometidas durante su reinado, siguiendo sus órdenes o con su aval, en particular desde que se desencadenó la guerra, el 1 de octubre de 1990. Por ello, Habyarimana, al frente del país desde el Golpe de Estado de julio de 1973, tiene plena consciencia, en el momento en que su avión se preparara para aterrizar en Ruanda, de los graves riesgos que ha asumido en Tanzania y del clima degradado que le espera en el país. Sin embargo, está lejos de pensar que le quedan apenas unos minutos de vida. Un primer tiro de un misil fallido es inmediatamente seguido de un segundo que transforma el avión en una inmensa bola de fuego. Las llamas, que se tragan al presidente ruandés, a su homólogo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, y a todos los pasajeros, sólo se apagarán el día 4 de julio, día de la toma de Kigali por parte de las fuerzas armadas del general Kagamé. Es la señal de lo que se conocería poco después como los Cien Días de Ruanda. El macabro cálculo se hace rápido: del 6 de abril al 4 de julio de 1994, entre cada amanecer y cada anochecer, diez mil inocentes fueron decapitados, lanzados al río Nyabarongo, ofrecidos como pasto a los perros que súbitamente se volvieron tan feroces y sedientos de sangre como sus dueños, ametrallados, despedazados, violados, quemados vivos, enterrados vivos o lanzados a las fosas sépticas, y todo ante el esperpento de madres, de padres de familia y de niños hilarantes. Aunque, tal y como se suele decir, las comparaciones son odiosas, particularmente en este caso, no podemos dejar de exponer que el coste humano del genocidio de los tutsi equivale a once meses de ataques ininterrumpidos contra el World Trade Center de Nueva York, es decir, a un atentado por día entre octubre del 2.000 y septiembre del 2.001… A juzgar por la enorme diferencia de reacciones suscitadas en el mundo por el genocidio de los tutsi y los 3.000 muertos del nine eleven americano, la vida humana no tiene el mismo valor bajo ningún concepto si se trata de un país pobre o de uno poderoso. No deja de sorprender por ello que la ONU, en vez de reforzar su presencia militar al inicio de la matanza, eligiera ese preciso momento, seguramente el peor, para retirar de Ruanda nueve décimas partes de sus Cascos Azules. De este modo, se facilitó la implantación de una “solución final” planificada de forma pormenorizada por unos políticos de inteligencia limitada y de métodos de gran brutalidad. Estas personas estaban lo suficientemente locas para decirles a sus subordinados: “Vayan a las calles, vayan a las colinas, entren en las casas y maten a machetazos a quienes consideren diferentes a ustedes”.

La negación con el silencio

El racismo y el «negacionismo a la francesa»

He aquí la razón por la cual los historiadores que se interesaron por el drama ruandés sin ningún a priori ideológico nunca hayan podido encontrarle la menor justificación. Pero, lejos de lo que parece, esta valiente lucidez no es algo que haya sido corroborado por todo el mundo. El hecho es que muchos periodistas, escritores o políticos, sobre todo franceses, solo escuchan a su propia negrofobia, vaga o militante, cuando abordan la cuestión ruandesa. Lo más curioso es que los puntos de vista de estos supuestos especialistas sobre el genocidio de los tutsi son muchas veces más agudos cuando ignoran casi todo sobre el asunto. Recuerdo, por ejemplo, una conversación en 2007 en un café de Guadalajara con un novelista francés llamado Patrick Deville, muy trastornado y hasta indignado al oírme contestar la tesis del asesinato de Juvénal Habyarimana por el actual régimen de Kigali. En el curso de la discusión, percibí realmente sin sorpresa que el tipo no sabía nada de Ruanda y que, en el fondo, este país donde nunca había puesto un pie no le interesaba mínimamente, pero no había en su ser cualquier sombra de dudas en cuanto a la culpabilidad de Kagamé. Y, entonces, ¿por qué? Lamentamos decirlo: porque el acusador es un juez francés, blanco, y el acusado un jefe de Estado africano, negro. Este racismo primario se sitúa muy claramente en el centro de la negación del genocidio de los tutsis por parte de ciertos occidentales. ¿Es un problema de los propios africanos, entonces? Hablaremos de esto más adelante. En verdad, racismo y negacionismo van siempre de la mano. Así, sólo a partir de fuertes convicciones antisemitas, se puede negar la existencia de las cámaras de gas. También en el caso de Ruanda estamos ante una negación espontánea de la humanidad, pero que permanece casi siempre avergonzada de sí misma y escondida en los resquicios más oscuros del alma humana. Forman una legión los intelectuales occidentales que sostienen que su África, una África fantaseada, continúa siendo una tierra repleta de paradojas y enigmas, al mismo tiempo siniestra y llena de luz, exaltada y somnolienta, divida entre una alegría de vivir desenfrenada y las pasiones más sombrías. En este espacio abierto a emociones tan diversas y variadas, cada uno vende su producto y la gente se cansa deprisa de separar los disparates sabiamente destilados, entre suspiros entendidos y sonrisas engañosas, por unos y otros.

La elaboración del negacionismo

Stephen Smith pinta África como “el paraíso natural de la crueldad”; el impagable Pierre Péan se comporta como un autor colonial, ve en los tutsis una raza gangrenada por la “cultura de la mentira” y tan contagiosa que, debido al contacto con ella, los hutus se acabaron convirtiendo en “mentirosos por impregnación” (¡sic!). En vez de ser expulsados de su ámbito después de haber expresado opiniones tan escandalosas, los dos periodistas conservaron su estatus de expertos en el genocidio de los tutsis de Ruanda. El informe encargado por Trédivic – que certifica fuertemente la tesis según la cual el Poder Hutu liquidó a Habyarimana para hacer posible el genocidio – derrotó visiblemente a Smith, Péan y sus semejantes, pero ese no debe hacernos olvidar el sufrimiento que infligieron a los supervivientes durante tanto tiempo. “El negacionismo a la francesa” – la expresión es de Mehdi Bâ – también existe en su versión light,en el discreto e insidioso Jean Hatzfeld. El autor de Dans le nu de la vie describe, impasible, atrocidades terribles y después considera súbitamente que, aún así, necesita, antes de cerrar su trilogía, decir una palabra sobre las causas de una tal orgía del odio. Y ahí Hatzfeld incrusta, en medio de La stratégie des antílopes, un capítulo titulado Visions noires de l’Afrique, preñado de los mismos prejuicios sobre el continente, y que no tiene ni siquiera la valentía de sentir como si fuera suyo. 

Lo mismo sucede actualmente en los medios de comunicación donde trabajan Claudine Vidal y André Guichaoua, que hacen reír entre dientes a sus colegas, a pesar de la extrema gravedad del asunto. Hoy en día ha quedado claro que estos dos universitarios favorecieron las “iluminaciones” del juez Jean-Louis Bruguière y el segundo, Guichaoua, contribuyó con una gran obra (Rwanda, de la guerre au génocide), de un tono excesivamente oscuro, a trasladar la responsabilidad del atentado del 6 de abril de 1994 al FPR (Frente Patriótico de Ruanda). Desgraciadamente para él, es en la parte más floja del libro donde se regocija en repetir las extravagancias de Ruzibiza (exmiembro del FPR) que, entre tanto, retoma sus declaraciones a Bruguière. Se descubre, por fin, que este magistrado francés, decididamente bien posicionado, tuvo a lo largo de toda su investigación lo que se podría llamar “un tercer consejero científico” secreto, el historiador belga Filip Reyntjens. El papel de este último fue puesto en evidencia en términos más virulentos por el doctor Bernard Maingain, uno de los abogados del Estado ruandés, que no dudó en preguntar en una rueda de prensa: “¿De qué forma el juez Bruguière y su equipo descuidaron comprobar el pasado y los intereses del señor Filip Reyntjens en Ruanda? ¿Cómo podían ignorar que el señor Filip Reyntjens participase en la elaboración de una Constitución que avalaba el sistema de apartheid en Ruanda durante el régimen de Habyarimana?”. Hay hechos aún más graves, porque el abogado Maingain llegó incluso a considerar a Reyntjens directamente responsable de la eliminación física, por parte de Habyarimana, de políticos ruandeses de buena voluntad, comprometidos en establecer negociaciones discretas en Bélgica para alcanzar la paz en su país. 

Cabe mencionar en este sentido a un tal abogado de Minnesota o los “trabajos” del camerunés Onana y del canadiense Robin Philipot

El juez que estuvo detrás del caso

Cada uno de estos autores fueron, de una forma u otra, instalando los cimientos del edificio negacionista. No obstante, este tuvo muchas dificultades en mantenerse en pie sin el juez Bruguière. Él merece que nos detengamos en su perfil y en sus actos. Si es verdad que nunca nadie creyó en su infalibilidad, al menos se le estimaba como un profesional íntegro. Pues bien, este juez pegado al banquillo de la infamia por unas revelaciones cada vez más avasalladoras, se revela en adelante como un individuo insignificante, indigno y con ambiciones increíblemente ridículas con respecto a los objetivos políticos y morales de su investigación. Al rechazar viajar a Ruanda o pesquisar sobre los estragos del Falcon 50, Bruguière fue sistemáticamente responsable de hacer constar la perpetración de este proceso. Se sirvió entre otros de los servicios de un traductor-intérprete ruandés recomendado por el tristemente célebre excapitán de la gendarmería Paul Barril, otro de sus coachs ocultos. Barril, experto en golpes bajos de toda índole, fue visto en Kigali dos días antes del atentado del 6 de abril; se lo vio rondando los destrozos del avión en pleno genocidio y también se le vio exhibiendo en Le Monde y en France 2, como por golpe de magia, una falsa caja negra. ¿Qué tipo de intérprete podía proponer un individuo tan dudoso y, además, oficialmente al servicio de la viuda de Habyarimana? Pues bien, aquel a quien acabará endosando, un tal Fabien Singaye, es un antiguo informador de Habyarimana, pero también amigo y socio de negocios de Jean-Luc, hijo del difunto dictador y representante civil en el proceso. Singaye, diplomático expulsado de Suiza desde 1994 debido a sus relaciones con el régimen genocida, es también yerno de Félicien Kabuga, llamado con justicia “el financiador del genocidio” y refugiado en Kenia desde la derrota. Podemos imaginar de qué forma traducía Singaye a Bruguière, que no comprende el kinyaruanda, las declaraciones de su compañero Abdul Ruzibiza. 

Avestruz de Jean-Claude Sekijege, artista rwandés

En todo caso, casi todos los testigos de Bruguière, contradictorios y fantasiosos, se retractaron. Mencioné en uno de mis libros (África más allá del espejo) el relato realizado por Libération de una declaración de Ruzibiza. Bruguière amenazó con expulsarlo si no decía lo que él quería oír a cualquier precio. También en el mismo artículo se hace referencia al derecho a asilo político en Noruega que le habían conseguido los servicios especiales franceses, igualmente auspiciadores de su salida de Kampala. Con lo cual, todo ello da que pensar que le dictaron cada frase de su testimonio…

En resumen, no queda la menor sombra de duda de la parcialidad de Jean-Louis Bruguière. Quedan por conocerse sus motivaciones. Pero la lectura de los cables de WikiLeaks permite hacerse una pequeña idea. Se descubre, entre otras informaciones relevantes, el relato de sus conversaciones con diplomáticos de la Embajada de Estados Unidos en París. Él les comenta, entre otras cosas, que condujo toda su investigación sobre Ruanda en acuerdo con el Elíseo – en los tiempos de Chirac – y añade que tiene la intención de castigar a Paul Kagamé, para su gusto, demasiado favorable a los Estados Unidos. El juez, que es un patriota, no soporta que acusen a Francia de haber estado resueltamente del lado de los responsables del genocidio. Ese mismo día, en la Avenida Gabriel del octavo distrito de París, a modo de confidencia, manifiesta estar tentado por un puesto en el Palais-Bourbon y precisa que su mayor sueño sería convertirse en ;inistro de Justicia de Francia. Parece algo increíble, pero todo está escrito, blanco sobre negro, y se extrae de una fuente absolutamente fidedigna…

Los intereses personales de Bruguière

La lectura de estos informes diplomáticos ultraconfidenciales tiene el mérito de refrescarnos la memoria. Acuérdense rápidamente, por ejemplo, de las promesas ministeriales de Chirac al juez, pero también de las ambiciones políticas abiertamente expuestas de este último. ¿No es cierto que, efectivamente, Bruguière se presentó a las elecciones legislativas de junio de 2017 en las listas del UMP en Lot-et-Garonne? Sin éxito, por supuesto. Es un tipo curioso este Bruguière. Despreciado por todos, no consiguió llegar a diputado ni a ministro y menos aún lograr que Paul Kagamé se convirtiera en un paria. ¿Qué puede estar pensando un hombre como este en pleno ocaso de su vida? Pero es muy probable que Bruguière, acostumbrado a los casos sensibles, no se preocupe por estas pequeñas heridas en su amor propio. Él mismo se encargó del caso de los monjes de Tibhirine y del atentado de Karachi que causó la muerte de 11 franceses en 2002. Parece haberse hecho famoso por estos acontecimientos, de manera poco loable, puesto que, según el periódico Libération del 16 de junio de 2010, había sido “acusado por las familias de las víctimas, representadas por el abogado Olivier Morice, de falso testimonio y de obstáculo para el ejercicio de la justicia”. Bruguière habría hecho sencillamente desaparecer el informe de la autopsia que anulaba la tesis oficial del Estado francés. Corrió el riesgo de verse cinco años en prisión por la primera acusación y tres años por la segunda pero, según ciertas fuentes, la denuncia acabó siendo archivada como consecuencia de su inmunidad jurídica.

Este es el personaje que humilló, con una aprobación casi universal, el honor de un país y logró que sus acciones pesaran tan violentamente en la lectura del último genocidio del siglo XX. Al mismo tiempo, Bruguière insultó por encima de todo la memoria de las víctimas de Ruanda, provocando que se aceptara la idea de que, siendo responsables de su propia destrucción, no eran en realidad dignas de cualquier tipo compasión. Después de dos décadas de mentiras, el periodo de luto puede por fin comenzar con toda serenidad para los supervivientes. No es demasiado pronto, pero es mejor que nada.

Cuando volvemos al famoso “Nunca más”, el deber de vigilancia debe extenderse, más allá del propio crimen, a todos los elementos constituyentes del ciclo genocida. Es esencial, por lo tanto, saber de qué forma una manipulación tan grosera pudo prosperar durante casi veinte años.

Todo reposaba hasta ahora en la tesis de la cólera espontánea de las masas hutu como consecuencia de la muerte de su líder, pero la situación ha cambiado radicalmente. Ya nadie se atrevería a utilizar tal argumento, después de la publicación del informe de investigación entregado al juez Trévidic. Este ha consternado enormemente a ciertos analistas de pacotilla como Christophe Boisbouvier de RFI (Radio France International), que llegaron a sugerir que un comando del FPR pudo infiltrarse en el campo cercano al aeropuerto de Kanombe, acechar el Falcon 50 durante horas, hacer después su trabajo ¡y desaparecer por el campo sin dejar rastro alguno! Nadie se ha tomado la molestia, por supuesto, de rechazar afirmaciones de tal embarazosa puerilidad.

La explicación del genocidio por un simple atentado es, en todo caso una confesión formal, que prescinde de todo comentario. Es verdad que el crimen fue tan espectacular que habría sido vano intentar negar la realidad. Por ello se han escatimado todos los medios de hacerlo. Pero habría que estar desprovisto de argumentos o casi loco para atreverse a declarar ante el mundo: Lo sentimos, matamos a un millón de tutsis porque su jefe nos provocó al matar a nuestro presidente”. 

Cementerio ruandés

La soledad de Paul Kagamé y la pasividad de los líderes africanos

Lo más inquietante, sin embargo, es el hecho de que tantos intelectuales africanos hayan secundado este discurso, abierta o tácitamente. Vivimos en una época muy extraña: actualmente basta que una persona cualquiera atribuya las peores monstruosidades a cualquier líder político africano para que inmediatamente, de Dakar a Maputo, muchos editorialistas y otros “pensadores” pongan el grito en el cielo contra ese dictador sediento de sangre. ¿Por qué esa resistencia a evaluar, caso por caso, los datos políticos disponibles antes de posicionarse? Una ausencia de tal de sentido del análisis sobre un asunto tan grave como el genocidio de los tutsi de Ruanda está estrechamente relacionada con lo que podemos llamar el odio a sí mismos. Si no llega a ser por su tenacidad y fortaleza, Paul Kagamé todavía sería acusado de ser el organizador del genocidio cuando, en realidad, fue él quien logró que se pusiera fin a todo ello, sin la ayuda de nadie y, sobre todo, sin las lecciones de nadie, sin las de ninguno de los cómplices de los asesinos. Con todo, Kagamé no las tiene todas consigo, puesto que las fábulas de sus enemigos han sido validadas anticipadamente por la mala reputación de los políticos africanos, juzgados desde el principio como crueles, insignificantes y folklóricos. Ha bastado apenas con esbozar unas pinceladas al jefe del Frente Patriótico Ruandés, el retrato del tirano africano típico, para que la causa sea escuchada: es imposible que las palabras luchen contra una imagen. La negrofobia evocada por encima del afropesimismo, por así decirlo, duermen en la misma cama y se confortan mutuamente. Si es tan importante tener en consideración los hechos, es porque nadie debería ser acusado como culpable o inocente a priori. Son los acontecimientos reales, al menos lo que de ellos podemos conocer, los que deben esclarecer nuestro juicio. 

Ruanda es, desde esta perspectiva, un estudio de caso. Paul Kagamé tenía menos posibilidades de ser juzgado con justicia por sus hermanos africanos, puesto que la acusación contra él era amplificada por algunos intelectuales occidentales cuya palabra, aunque sea delirante, es siempre sacralizada. No obstante, nunca se habría hablado de Bruguière si, en la propia África, su informe hubiese sido investigado por jueces, periodistas e historiadores. Es de un vacío sideral y, muy a sabiendas de ello, el juez no se hubiera arriesgado a maniobras tan chocantes. Seguramente habría comprendido por sí mismo la necesidad de calmarse.

¿Cuáles son entonces los hechos históricamente corroborados que merecen ser considerados en esta investigación?

¿Quién estuvo detrás del ataque al avión?

En primer lugar, los extremistas hutus se han traicionado a sí mismos tantas veces que no había ninguna necesidad de una comisión de expertos para llegar a la conclusión de su responsabilidad en el asesinato de Juvénal Habyarimana. Es preciso afirmar también que tuvieron mala suerte desde el primer minuto: el avión del presidente ruandés se estrelló en los jardines de su propia residencia, forzosamente protegida por la Guardia Presidencial. Este simple capricho del azar hace vanas todas las especulaciones acerca de la caja negra del Falcon 50, a pesar de que se siga fingiendo su búsqueda dieciocho años después. ¿Quién se cree que sea más fácil encontrar la caja negra del vuelo AF 447 de Río de Janeiro a París en la inmensidad del Océano Atlántico que encontrar la de un avión caído en un pequeño jardín de Kigali? Muy probablemente, quienes planearon el genocidio y sus aliados destruyeron o todavía esconden un objeto que les hubiera provocado problemas desde el primer momento. Recordemos que una de las primeras personas que llegó al lugar del accidente fue un tal comandante Grégoire de Saint-Quentin. Después de ascender a general, es hoy el jefe de las fuerzas francesas en Dakar. En Senegal, solo el Partido de la Independencia y del Trabajo (PIT) se sobresaltó por la presencia en nuestro territorio de un oficial con fuertes sospechas de confabulación con los responsables del genocidio ruandés.

En situación normal, las deposiciones absurdas, ya mencionadas, de los testigos de Bruguière hubieran bastado para derribar su tesis. Uno de ellos, por ejemplo, alegó que Rose Kabuye había albergado a tres miembros del comando en sus aposentos del CND, el antiguo Parlamento de Transición. El juez Bruguière ni siquiera pensó que debía comprobar si los aposentos en cuestión eran suficientemente grandes para ello, algo que hicieron los jueces Trédivic y Poux en el año 2010. Otro testigo, Ruzibiza, autor de una obra con prefacio de la académica Claudine Vidal (CNRS/EHESS) y con epílogo de Guichaoua -¡cuánta humildad!- describe al detalle el desarrollo del atentado para convencer por completo al juez de haber participado en éste de forma directa. Cuando alguien se acusa espontáneamente a sí mismo de haber contribuido a la muerte de doce personas, dos de las cuales son jefes de Estado en activo y tres son ciudadanos franceses, ¿no sería lo mínimo pedirle al menos que se ponga a disposición de la justicia? Pues bien, no, es esa la opinión de Bruguière, que le dejó irse a Noruega en total libertad.

Una matanza planificada

Si existe un genocidio cuyos arquitectos y ejecutores actuaron a cara descubierta, es precisamente el de los tutsi en Ruanda en 1994. Tanto en los artículos de Hassan Ngeze en la revista Kangura como en las opiniones incendiarias expresadas en la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTLM), los verdugos siempre presentaron muy claramente su proyecto de aniquilamiento de los tutsis. El 22 de noviembre de 1992, es decir, diecisiete meses antes del atentado del 6 de abril, el político Léon Mugesera preguntó abiertamente a una multitud, a su juicio blandengue: “¿Por qué no detenemos a los padres que enviaron a sus hijos o por qué no los exterminamos? ¿Por qué no detenemos a los que los dirigen o por qué no los exterminamos a todos? ¿Estamos esperando a que vengan ellos a exterminarnos a nosotros?”. Y añade: “¿Aquel a quien no le cortes la cabeza será el mismo que vendrá a cortaros la vuestra”. Mugesera, extraditado de Canadá a Ruanda, fue más preciso aún en el momento en que profirió ese discurso, invitando a sus partidarios a que lanzaran los cadáveres de los tutsi a las aguas del Nyabarongo. Y eso mismo sucedería. Nadie podrá olvidar las imágenes abominables de las decenas de miles de cuerpos arrastrados por ese mismo río.

Otra prueba del carácter planificado del genocidio es la deserción del famoso “Jean-Pierre”, encargado de entrenar a las milicias de asesinos del partido presidencial, los Interahamwe. Al darse cuenta de que lo que se preparaba era completamente demencial, decidió avisar en secreto al general canadiense Roméo Dallaire, comandante de la MINUAR (Misión de las Nacionales Unidas para la Asistencia a Ruanda). En enero de 1994, le reveló que sus hombres habían sido entrenados específicamente para eliminar en aquel momento mil tustis de 20 en 20 minutos y le indicó con exactitud los lugares en que se encontraban almacenadas las armas que se distribuirían entre la población el día D. El general Dallaire decidió llevar a cabo de inmediato una operación para desmantelar los escondrijos donde se hallaban las armas. Sin embargo, fue frenado por sus jefes de la ONU, incluido Koffi Annan, que, por el contrario, le dieron una orden absolutamente surrealista que consistía en compartir sus informaciones con el Presidente de Ruanda. 

Antecedentes históricos del genocidio

También se sabe que las masacres siguieron una agenda precisa y que comenzaron con la eliminación de miles de políticos hutus moderados. Entre 1990 y 1994, éstos ya habían pagado un alto precio por parte de los duros del régimen de Habyarimana, el llamado Hutu Power, quienes querían librarse de los tutsi y de sus supuestos cómplices hutu, los Ibiyitso. 

El genocidio no se desencadenó seguramente de un minuto a otro y la imagen emblemática que se suele presentar habla por sí misma: un campesino agarra una catana con la mano derecha y sostiene una radio pegada a la oreja izquierda. Escucha atentamente las instrucciones de quienes coordinaron las matanzas; la música racista de Simon Bikindi que se transmite continuamente le incita a la acción; escucha a los presentadores de la RTLM indicarle los lugares donde existe la mayor concentración de tutsis por eliminar, pero también las zonas donde debe dirigirse rápidamente para “ponerse manos a la obra”, porque muchas víctimas potenciales estaban buscando y cruzando la frontera hacia Burundi o Tanzania, por ejemplo.

Y el last but not leastes algo que me parece absolutamente fundamental: el genocidio de los tutsi de Ruanda no comenzó algunas horas después del atentado del 6 de abril de 1994, sino treinta y cinco años antes, exactamente el día 1 de noviembre de 1959. Esta masacre inicial fue definida como el “Día de todos los santos ruandés”, un símil que recuerda al “Día de todos los santos argelino”, puesto que el FLN desencadenó la lucha armada el día 1 de noviembre de 1954. Es necesario saber que en Ruanda, a partir de esta fatídica fecha, los tutsi nunca tuvieron derecho a una mínima tregua. Sistemáticamente marginados debido a su alegada pertenencia étnica, miles o decenas de miles fueron asesinados bajo cualquier tipo de pretexto. Desde 1964, Bertrand Russell, matemático y filósofo, Premio Nobel de Literatura en 1950, iniciador de los Tribunales contra la Guerra de Vietnam y enorme autoridad moral de su tiempo, ya advirtió y calificó, sin ambigüedad, los acontecimientos de Ruanda como las masacres más horribles y sistemáticas de seres humanos que se hayan visto desde el exterminio de los judíos por parte de los nazis”. De igual modo, a pesar de la manifiesta participación de un gran número de religiosos en el genocidio de 1994, no debemos olvidar que en los años sesenta Radio Vaticano utilizó el mismo vocablo – genocidio – para denominar las matanzas antitutsis de Ruanda. Las masacres de Bugesera y de Bagogwe entre 1990 y 1994 eran claramente las señales anunciadoras de la determinación de los extremistas hutu para llegar hasta el final en su lógica de exterminación de una parte de sus compatriotas.

Una vez más, sigue sin comprenderse, ante todos estos antecedentes, que Ruanda se haya tenido que ver obligada a enfrentarse en solitario a la poderosa máquina negacionista. 

Retrato de Paul Kagamé

El vacío de otros líderes africanos

La falta de solidaridad de otros países africanos era ya patente cuando, con motivo de la cumbre de junio de 1994 en Túnez, en pleno genocidio, la Organización de la Unión Africana ni siquiera pensase que debiera inscribir esta cuestión en su agenda de trabajo. Y actualmente todo el proceso judicial no se desprende del sabor amargo de esta indiferencia: fue un juez francés, Jean-Louis Bruguière, quien ensució la reputación del régimen de Kigali, y fueron otros dos jueces franceses, Marc Trévidic y Nathalie Poux, más honestos y rigurosos, quienes pusieron las cosas en su sitio.

¿Ya se han estudiado las consecuencias que todo ello ha tenido en el continente? Nada es menos seguro. En Dakar, la Unión de Ciudadanos Ruandeses en Senegal destila, bajo el pretexto de trabajar a favor de la reconciliación, el veneno de la negación y de la división en sus ruedas de prensa, que son regularmente acogidas por la ONG Reencuentro Africano para la Defensa de los Derechos Humanos (RADDHO). No es fácil de explicar tal grado de complacencia. Se podría argumentar que los miembros de esta estructura están abiertos a los que no tienen voz. Sería una excusa demasiado fácil, porque las opiniones que se oyeron hace algunos días tienen un tono marcadamente militante. Al acoger, el día 25 de enero de 2012, la enésima rueda de prensa de la URRS (Unión de Ciudadanos Ruandeses en Senegal), la RADDHO retomó efectivamente, por cuenta propia y de forma aún más radical y caricaturesca que la de sus propios huéspedes, la reescritura de la historia política de Ruanda. Se oyó incluso a su representante elogiando la investigación de Bruguière y afirmando perentoriamente que el informe de los expertos que había sido enviado a los jueces Trévidic y Poux había sido redactado ciertamente en el Elíseo, en pos de un acercamiento entre Francia y Ruanda. En cuanto a la opositora Victoire Ingabire, cuyo juicio se está llevando en Ruanda por negacionismo, divisionismo y apoyo a las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR) – una rebelión armada sin fe ni ley, heredera de los Interahamwe – el mismo orador la presentó cándidamente como una valiente opositora detenida “arbitrariamente”, dicho de otra forma, sin motivo.

Todo esto da que pensar…

El RADDHO sabe bien que Victoire Ingabire no es sino la figura política destinada a barnizar la respetabilidad de las FDLR, cuyo Secretario ejecutivo, Callixte Mbarushimana, a pesar de haber sido liberado por el Tribunal Penal Internacional, continúa acusado de genocidio en Francia, donde se encuentra bajo vigilancia judicial.

Habría sido preferible oír al RADDHO pronunciarse sobre la cuestión relacionada con Léon Mugesera que continúa de plena actualidad, o sobre el hecho de que haya un número creciente de responsables del genocidio que estén yéndose de América o Europa por miedo a ser extraditados a Ruanda, y que estén buscando refugio en otros países africanos, preferentemente francófonos. Ahí se sienten más seguros que en cualquier otra parte del mundo y no es, ciertamente, por casualidad. Este es un momento crítico que hace necesario el debate público, sereno y racional sobre la actitud del RADDHO. Los asuntos a discutir son muy serios y sus desafíos son de gran calado. Fue exactamente en Senegal, donde fue encarcelado el día 27 de noviembre de 2001 Aloys Simba, el “carnicero de Murambi”. Se convirtió en uno de los personajes de mi novela pues me topé con su nombre en muchas ocasiones a lo largo de mis investigaciones sobre la masacre de la Escuela Técnica de Murambi que ocasionó la muerte de por lo menos 45.000 tutsi en pocos días. Pues bien, no imaginaba que Simba pudiera estar pacíficamente instalado en Thiès, donde además gozaba de la protección de una asociación de defensa de los derechos humanos diferente a RADDHO. Si no llega a ser por la petición expresa de Carla del Ponte, antigua Procuradora del Tribunal Penal Internacional, aún estaría disfrutando plácidamente de los días de sol… ¿Esto no debería hacernos reflexionar?

Además de las atrocidades y de su dimensión, el genocidio de los tutsis de Ruanda fue para África el acontecimiento político más significativo del siglo XX, una verdadera “fractura histórica”, y es absolutamente inconcebible que sea tratado con una levedad tan insostenible. Es menos aceptable aún en un momento en que el negacionismo está literalmente acorralado. Si es verdad, como acaban de recordar la historiadora Hélène Dumas y el politólogo Étienne Smith, que los jueces no escriben la historia, los nuevos procesos jurídicos alteran completamente la lectura de los Cien Días de Ruanda. Todos deberíamos tener todo esto en consideración para impedir que los verdugos, tan hábiles disfrazándose de víctimas, puedan retomar su labor, o para que otros políticos de cualquier lugar del continente se inspiren de su funesto ejemplo.

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*Boubacar Boris Diop es considerado uno de los grandes escritores actuales de África Occidental. Sus obras narran tragedias y esperanzas que reflexionan sobre el ser humano. En el año 2000 recibió el Gran Premio Literario de África Negra de la Asociación de Escritores en Lengua Francesa por el conjunto de su obra, en la que destacan Le cavalier et son ombre (1997), África más allá del espejo (2009), Los tambores de la memoria (2011) y Murambi, el libro de los huesos (2015). En 2003 escribió su primera obra en wolof, Doomi Golo, cuya traducción al francés  se publicó bajo el título Les petits de la guenon (2009). Su traducción al español titulada El libro de los secretos se publicó en 2015.

Texto publicado el 13 de diciembre de 2014.

*Este artículo fue publicado en Buala y ha sido reproducido con permiso de los editores. Para leer el original en francés, clic aquí.

Traducción: Alejandro de los Santos.

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