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La doble cara de las marionetas de Togo

Tuve la buena o la mala suerte de conocer personalmente a Kalanfei Danaye cuando vivía en Togo. Ni de pasada me sonaba, y sin embargo su nombre forma parte de la prestigiosa lista de grandes maestros marionetistas africanos, a pesar de ser más conocido fuera del continente que dentro. Pero en mi caso el despiste es comprensible. De pequeña fui más del Streetfighter, de las atracciones gigantes de feria y de tirarme cuesta abajo sentada en el manillar de la bici de mi primo (…) Todos esos espectáculos para niños, como los títeres o los payasos, me parecieron siempre ñoños, aburridos. ¡Y pensar que hay gente dedicada a estudiarlos desde un enfoque académico! Hay por ahí investigadores como Anita Bednarz o Roger Bastide que se centran en estos temas; eso lo aprendí a raíz de conocer a Danaye.

Vean, a mí no me agrada simplificar el mundo en «buenos» y «malvados», pero el caso del marionetista togolés merece ser ejemplo de la soberbia de Occidente al acercarse a otras culturas. También de la ignorancia de una veinteañera a la que mandaron a «hacer negocios» con (o contra) un señor tan mayor…

Kalanfei Danaye nació y creció en Dapaong, ciudad principal del norte de Togo, más cerca de Burkina que del centro de decisiones de su propio país y que ha sido, junto con sus habitantes, tradicionalmente discriminada del juego de la Historia nacional. En el sur, los del llamado «país moba» son vistos con una especie de desconfianza. «Nunca puedes saber lo que hay en la cabeza de uno de Dapaong«, he escuchado más de una vez. «Lo mismo son tranquilos que peligrosos; no hay que buscarles las cosquillas«. Un viaje a Lomé le cambió la vida. En ese viaje, el joven Danaye (me cuesta imaginar que un día fue joven) realizó un curso sobre marionetas con Catherine Dasté y se dio cuenta de algo: aquello no era nada nuevo para él. Al contrario de lo que se decía y de la versión oficial que muchos círculos siguen hoy apoyando, los títeres no los habían traído los Reyes Magos de la Colonización europea. Igual que el rap y el slam, el cubismo y las democracias participativas, las marionetas tienen a su hermano mayor africano. Y Danaye lo supo desde el primer momento: ¡Las marionetas no vienen de Europa, señores!

Por toda África existen referentes. Nada menos que en 1355, un texto del geógrafo árabe Ibrahim Batuta mencionaba los teatros de máscaras y marionetas en Malí como algo que existía desde la noche de los tiempos. En la misma región de Dapaong, la etnia gourma a la que pertenece nuestro protagonista, cuenta con una gran tradición de estatuillas, las llamadas tchitchili, que eran fabricadas y utilizadas para ritos iniciáticos. Esas figuras eran custodiadas por los más ancianos. Se las cuidaba, se las lavaba y vestía. Cuando los jóvenes se hacían oficialmente adultos, se les presentaban estas figuras en una ceremonia pseudo-sagrada donde se mezclaban danzas e incantaciones.

Para Danaye la gran diferencia con los títeres occidentales era que estos tenían cuerpos flexibles, lo que les daba una vuelta de tuerca completa, multiplicando las posibilidades al infinito. La historia del viejo Kalanfei a partir de aquel día en que vio la luz es linear: con lo aprendido, decidió volver a Dapaong y transformar los tchitchili en marionetas, cortando por el tronco y por las extremidades para darles movilidad y, más atrevido aún, arrancándoles la raíz sagrada. Él siempre ha contado que esa iniciativa, la de desacralizar los títeres, le valió el rechazo de los más ancianos y lo hizo tropezar con muchas dificultades a la hora de formar su compañía. A mí esa versión me provoca recelo, no fue lo que me pareció encontrar al toparme con él.

Cuando me invitaron a su casa en la periferia de Lomé y entré en el cuarto que hacía de taller y almacén, no fueron simples figurines profanos los que me recibieron. Pendientes de esos hilos que los mueven, desde las paredes y las mesas me miraban cientos de ojos turbadores que me recordaban mucho a los dibujos de Mami Wata y otros vudús que había visto por la costa. Todo el mundo, incluida yo, disfrutó enormemente de la visita guiada. Danaye, entre risas y sonrisas, nos presentaba a sus títeres, cuyos nombres parecían historias y cuyos caracteres se asemejaban a las moralejas que iban al final. Les mentiría si intentase reproducir aquellas presentaciones. Recuerdo por ejemplo una marioneta con dos caras, una feliz de un hombre que, al darse la vuelta, era una calavera y representaba la muerte que nos persigue… En fin, aquello de espectáculo infantil tenía poco, esos títeres se me parecían más a unos fetiches habitados por seres con vida que a las acostumbradas marionetas.

Los sucesos que rodearon mi «trato» con la compañía Danaye, para organizar un espectáculo para niños, me dejaron ver también un rostro diferente de este señor que ha llegado a viajar por medio mundo y que ha sido el primer y único director del Teatro Nacional de Marionetas de Togo. Al que conocí fue a un viejo avaro y codicioso, que rozaba lo violento y que había olvidado, hacía ya mucho tiempo, los años de juventud en los que le tocó luchar contra la cerrazón de los más ancianos. Como bien definió un buen amigo mío, Danaye parecía haberse transformado en Krusty de los Simpsons, de payaso bueno ante las cámaras a personaje inquietante en la vida privada.

Debo confesar que llegué a desear con todas mis fuerzas que llegase por fin la fecha del espectáculo para poder acabar con aquella historia. Pero una vez en la sala aquel día, después de desembarcar con un taxi lleno de niños, primos y vecinos del barrio -ya saben que en un taxi en África caben muchísimos niños…- me sorprendí sonriendo, primero, y riendo a carcajada libre al final, con todos los asistentes. Hay algo diferente en esas marionetas, sin dudas. Una cara oscura. Y otra que muestra los dientes, pero para reír y hacer reír. Quizás como cualquiera de nosotros. Aún hay algo que no he terminado de comprender de todo aquello.

1 Comentario

  • Javier Mantecón
    Javier Mantecón

    Grandísimo artículo y gran artista Danaye. Como persona, en fin, como siempre dejaremos de lado la valoración personal. El eterno conflicto de separar artista y persona se aplica perfectamente en su caso.

    Sus espectáculos, completamente lisérgicos y con temática muy conectada con la mitología bantú, son excepcionales.

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