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Si la libertad tuviera un nombre, Olu Oguibe

Este año, su nombre se ha popularizado por las cuatro esquinas del mundo del arte, después de haber recibido el prestigioso Premio Arnold Bode por su contribución en la décimocuarta edición del Documenta. Pero, aunque muchos solo hayan oído hablar por primera vez de él ahora, Olu Oguibe (Aba, Nigeria, 1964) es lo contrario de un novato. En la década de los noventa, después de haber completado sus estudios en la Universidad de Nsukka, Oguibe comenzó desde Londres a liderar a una generación de artistas africanos a través de su voz y sus escritos que, con terrible precisión, replicaban al establishment del arte contemporáneo, devolviéndole las fallas y reclamando un espacio digno para tantos artistas de talento del continente. Con tan solo veinte y pocos  años, el nigeriano había conseguido comisariar grandes exposiciones y publicar críticas y escritos teóricos de una resonancia particular para el pensamiento poscolonial en el arte.

Hoy instalado en Connecticut, Oguibe es miembro de instituciones como la Smithsonian, ha comisariado entre otros en la Tate Modern y la Bienal de Venecia, en la que expuso en 2007, con el primer pabellón africano. La última edición del Documenta, una de las citas artísticas más importantes de todo el mundo, ha premiado la trayectoria de este artista de alma rebelde que, un día, dejó el primer plano mediático para dedicarse a su trabajo con plena libertad. De las tres contribuciones de Oguibe, su instalación en el centro de la ciudad de Kassel ha sido la más notoria, y también la que ha removido el cuchillo en la herida que separa las visiones políticas dentro de la sociedad alemana -y, por qué no decirlo, europea- respecto a los extranjeros y refugiados. Ha sido un obelisco, a modo de memorial, con una inscripción reproducida en diversas lenguas y sacada del libro de Mateo, 25:35: “Fui un forastero y me acogiste”.  

Monumento a los forasteros y los refugiados en Koenigsplatz, Kassel. © Foto: Michael Nast
Monumento a los forasteros y los refugiados en Koenigsplatz, Kassel. © Foto: Michael Nast.

Me encuentro, pantalla y diferencia horaria mediando, frente a una de las figuras artísticas más sobresalientes del continente vecino, un carácter insumiso, tanto en lo público como en lo personal, al que admiro profundamente. Él nunca parece haber tenido miedo a expresar su opinión, le pese a quien le pese, aunque a veces le haya pasado factura desde el punto de vista profesional. Soy consciente de lo excepcional de poder entrevistar al que ya no se deja llamar «profesor», de poder disfrutar de la amplia perspectiva que brinda su experiencia de vida. Más allá del retrato periodístico, intento aprovechar el momento para aprender sobre esos pasajes no leídos del libro del mal llamado arte contemporáneo africano. Busco entre los rincones intentando no ser maleducada, pulir las aristas que puedan surgir entre preguntas y respuestas. No puedo evitar pivotar entre la fascinación y el remordimiento.

Voy a ser sincera: me siento como una mala estudiante a la que un profesor que admira mucho le ha dado deberes para hacer…

[Risas] No era esa la intención.

Al contrario, agradezco el material que me has enviado porque, a pesar de ser un artista tan prominente, es muy difícil encontrar información sobre ti. Incluso comprar tus libros es casi imposible. Estás trabajando en una nueva página web y paraste la enseñanza en la universidad, recientemente. ¿Se trata de un proceso especial de reconstrucción de tu carrera o de tu visión como artista?

Yo no lo veo así. Siempre se está en un proceso de cambio. Y te estoy siendo sincero; veo por tu cara que no me crees… He estado en esta situación tantas veces en el pasado, en un momento de redescubrimiento, con el Documenta y todo lo que lo acompaña. Pero hace diez años también estuve en la Bienal de Venecia, en la portada de revistas de arte y demás. Estar en el punto de mira no es mi zona de confort, cuando la visibilidad es tan grande me retiro rápidamente allí donde me siento mejor, esto es, trabajando. Y diez años después vuelve a pasar algo así.

Parece que no te sientes cómodo hablando de temas personales… Por ejemplo, esa vez en que te pregunté sobre tu práctica artística y la relación con un proceso de cura, lo descartaste de cuajo, diciendo que bajo tus obras no se esconde ninguna motivación concreta. Pero tú eres una persona que analiza todo, que busca las causas. En este tema concreto no quisiste llevar la conversación más allá, lo cual respeto, por supuesto…

Pero, dime una cosa: cuando estaba haciendo arte en el estudio de mi padre con cuatro años, ¿era aquello un proceso de sanación? Yo estaba allí esculpiendo en madera y en barro. Es algo que he hecho toda mi vida.

De acuerdo, veo a qué te refieres. Pero yo no he visto esas esculturas y…

¡Entonces tienes que confiar en lo que digo! (ríe)

Es solo un sentimiento que tengo. Un gran dolor, una especie de tragedia, y también una cura; eso lo que siento al ver tu obra, en cuanto que expectadora, por eso insisto en la pregunta. Pero, por supuesto que te creo.

Tiene sentido intentar llegar a esa conclusión basándote en lo que ves. Pero hay una increíble cantidad de trabajo que no has visto y que no refleja ninguna melancolía, o tragedia, o tristeza. Hay muchas obras divertidas que no has visto.

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Olu Oguibe, 2017. Mathias Völzke

¿Por qué no hemos visto ese trabajo?

Bueno, porque Documenta no quiso mostrar mis pinturas, por ejemplo [ríe]. Nadie quiere mostrar ese tipo de trabajo, que es muy luminoso, muy feliz y juguetón… Y, por otra parte, cuando tienes una oportunidad de gran envergadura para hablar, quieres usarla como un medio para expresarte no solo por ti mismo, sino para los otros, y eso es lo que hago. Mis obras abstractas las hago para mí, soy yo jugando con ideas y formas, no intento decir nada con ello. Son obras que están en colecciones privadas.

Cuando participé en la Bienal de Venecia en 2007, por ejemplo, no escogí personalmente el trabajo que se iba a mostrar, la decisión vino de la gente de la Fundación Dokolo. Pero ellos conocen ese otro tipo de obras, de hecho poseen casi una veintena de ellas, que no están expuestas. Si yo hubiera intentado decir a la organización de Venecia que quería exponer ese trabajo, se negarían. No siempre puedes ganar.

He leído tu entrevista en la web de la Fundación Dokolo, mencionabas la elección de sus comisarios para la Bienal de Venecia. De alguna manera comunicabas que no era el trabajo que querías haber mostrado.

Esto te sorprenderá, pero la verdad es que hice esa entrevista antes de saber siquiera que iba a estar en la exposición. La controversia comenzó así: teníamos un grupo, Salah Hassam y yo habíamos empezado a llevar a artistas africanos a la Bienal de Venecia en… 2001 si no me equivoco. Y esa fundación, en 2007, comenzó a querer ser parte del proceso o, más bien, querían decidir quién iba a estar en la bienal, porque ya lo han hecho dos veces anteriormente, y hubo cierta resistencia. Mi posición fue decir: «tal vez son mi gente, pero no creo que lo estén haciendo bien, creo que se están equivocando». Dictaminar qué obra, artista o plataforma iba a estar en la Bienal fue estúpido, ese es el contexto de la entrevista.

Al final, las obras mías que se expusieron en Venecia son las que están en la colección, quizá no todas. Por mi parte, desde el momento en que expresé mi opinión, me considero fuera del debate. Pero por supuesto que me gustan esas obras, ¿las hice yo mismo, no? [risas]

Tu posición individual es importante. No quieres ser parte del sistema.

No, más bien no quiero formar parte de grupos. Al final, cuando eres parte de movimientos o de grupos no consigues tomar tus propias decisiones. Y a mí me gusta tomar mis propias decisiones, soy una persona muy individualista. ¡No hay nada malo en el sistema! Quizás no sean las palabras adecuadas, pero veo lo que quieres decir. Es importante ser parte del sistema. Está claro que no me siento cómodo con instituciones porque, a pesar de haber estado dentro de instituciones y colectivos, me cuesta ser yo mismo en ese contexto. Una condición necesaria y muy lógica para formar parte de un grupo es llevarse bien y comprometerse. Tiene sentido. 

Creo que en ese aspecto no soy un igbo típico. Me lo han dicho muchas veces. Un igbo típico es muy práctico, está deseando llegar a compromisos para alcanzar lo que quiere, y yo no hago eso. Soy más como el personaje Okonkwo en la novela de Achebe. El escritor era muy crítico con Okonkwo, lo estaba condenando de hecho. Es un personaje demasiado rígido y poco comprometido también. No es lo que suelen hacer los igbo, no son tan rígidos. No te puedo decir cuántas ocasiones tengo de exponer cada año y se acaban anulando porque no me siento a gusto con muchas cosas. Eso tiene un precio desde el punto de vista profesional, pero las cosas son así. No me siento bien dentro de grupos a largo plazo.

Y sin embargo, tu trabajo sobre los niños en la guerra de Biafra ha sido un proyecto colectivo.

Realicé tres piezas con el proyecto Biafra para Documenta: la instalación en Atenas, la segunda instalación en Kassel con el obelisco y el proyecto sobre los niños de Biafra fue la tercera parte, la última.

"Cápsula del Tiempo de Biafra". Fotografía © Mathias Voelzke.
«Cápsula del Tiempo de Biafra». Fotografía © Mathias Voelzke.

¿Cómo llegaste a tener esa idea? ¿Ya has hecho algo así anteriormente, un proyecto en el que invitas a gente para que se exprese?

Bueno, aunque no eran obras de arte, he organizado conferencias durante muchos años. Y también realicé la instalación de la cápsula del tiempo en el Museo de Arte Contemporáneo, pero era solo una instalación, con mis archivos. Yo siempre había querido reunir a una serie de gente, tener una oportunidad para poner nombre y cara a las cosas, que no fuera simplemente «los niños de Biafra», con fotografías anónimas en la portada de revistas. Aquí se trata de gente real, con nombres e historias personales. Okwui Enwenzor estuvo allí, por ejemplo, no había sido invitado expresamente, pero al ser un niño de Biafra también participó en algunas discusiones. Había casos en el que los propios hijos de ellos no sabían que sus padres habían sido niños durante la guerra de Biafra, porque nunca habían hablado de ello. Los jóvenes tienen una idea vaga de aquello, es algo que ocurrió el pasado siglo veinte. 

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«Cápsula del Tiempo de Biafra». Detalle.

Durante veinte años he querido hacer esto, un proyecto que está aún en proceso. Esta ha sido la primera fase de concretizar una serie de cosas que tenía en mente.

Es una línea algo diferente en tu trabajo, que siempre ha sido más conceptual e individual. Creo que es tu única obra donde veo nombres y caras reales, hechos históricos…

No es verdad, la pieza ‘The bombing of Oklahoma’ también tenía nombres, los nombres de niños y sus fotos…

Es cierto. ¿La pieza ‘Ashes’, también?

En ‘Ashes’, la narrativa es diferente. Yo me inventé esas historias, no era gente real, mientras que en la obra de Oklahoma sí lo eran.

Pensaba que las historias de ‘Ashes’ eran reales.

Ahí te pillé, ¿no es cierto? [ríe]. Entre 1996 ó 97 y 2002 ó 2003 estuve trabajando en una serie de obras ficticias, lo que llaman «fake news» o noticias falsas, años antes de que se acuñase ese término, de hecho. Aunque se trataba de un incidente real, estuve observando más lo que llamo la «arqueología del conocimiento», sobre cómo se genera y confía en la información escrita. Aunque sea impreciso o falso, la gente acepta algo que está escrito como verdadero, porque hay un halo de autoridad alrededor.

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Detalle de la instalación «Ashes». Cortesía de Olu Oguibe.

En 2002 ó 2003 creé una pieza que era una workpage imitando el telégrafo en Reino Unido y anunciando que Ben Laden había sido capturado en Sudamérica. Era una historia sobre noticias, mostrada en una exposición, y alguna gente creyó que era real. Estuve explorando la fuerza del texto y su conexión con la verdad, algo que tuvo un importante papel en el encuentro entre Occidente y el resto del mundo. Se presuponía que si estaba escrito era verdad o era vinculante. No tiene que ser ninguno de los dos. Esa fé en el texto… A través de la historia, el texto se ha malutilizado y se ha abusado de él.

Detalle de la instalación "Ashes". Cortesía de Olu Oguibe.
Detalle de la instalación «Ashes». Cortesía de Olu Oguibe.

En ‘Ashes’ también estuve enfocado en la fragilidad de los recuerdos. Pasado el tiempo, la gente tiende a olvidar, empieza a recordar en fragmentos. Si los lees con detenimiento, cada texto en la instalación es diferente del otro; algunos lo recuerdan como un suceso que ocurrió en septiembre, otros en abril, aunque se trata del mismo incidente. Es así como suele ocurrir; con el tiempo te preguntas «¿Era un martes? ¿O un sábado?…» Así son los recuerdos, y pienso que ese es el aspecto positivo de los textos, nos ayudan a recordar con precisión. Gran parte del conocimiento que las culturas sin texto han generado durante siglos ya no existe porque no se ha escrito, se ha transmitido a través de las generaciones de boca en boca, y con el tiempo la gente empieza a olvidar, añadir, distorsionar, exagerar; hasta que el último se muere y se acaba todo.

¿Es la misma idea que en la pieza ‘etnography’?

Sí, esa pieza es parte de ello. La gente creando y aceptando el texto como conocimiento, cuando en realidad es deficitario. Pero, como está escrito, tiene que ser verdad.

¿Cuál es la historia detrás de la performance que realizaste en México, donde estás vestido de mariachi o algo similar?

Lo mejor de esa performance es que la banda de mariachis no sabía que era una performance. Creían que era real, me felicitaban al ver la chica en el balcón, decían «tu novia o mujer, ¡qué guapa es!». Y la verdad es que era guapa, pero no era mi novia ni mi mujer, ¡solo estaba actuando para la performance!

Serenata. Cortesía de Olu Oguibe.
«Serenata». Cortesía de Olu Oguibe.

Es una obra que juega con los estereotipos, lo del grupo de mariachi y tal… porque eso es lo que se supone que haces cuando vas a México, ¿no? ¡Pero no es así! En México la gente está luchando por estar a salvo de la guerra de los cárteles de la droga, por sobrevivir, hacer lo que la gente hace en su día corriente, que no es alquilar una banda de mariachis para cantarle a una chica en un balcón. Ya me gustaría que pudieran hacer eso mucho más a menudo.

¿Esa performance fue una especie de juego, para ti?

Una de las cosas más fascinantes es que la chica a la que había escrito el libro de poemas venía de esa misma ciudad. Claro, ya se había mudado, creo que ahora vive en California. A mí me habían invitado a la ciudad, que significaba algo para mí, por haber conocido a alguien de allí, alguien a quien de hecho solo había visto un par de veces. Para la otra gente, que era testigo de la performance y que no tenía conexión con esta historia personal, aquello o era real o era una broma. Pero me lo pasé muy bien haciéndolo. Y creo que la foto es muy buena, una foto que me gustaría venderle a alguien [ríe].

Háblame sobre la escultura que realizaste en Corea, la copia de un banco igbo. Leí por ahí que el sitio es una colina donde vivían monjes.

Era el proyecto de unos comisarios de arte que conocía en Corea, en los alrededores de Seul. Es una especie de resort adonde la gente solía ir en los años 30. Con el tiempo, a alguien se le había ocurrido invitar a artistas en residencia, hacerlos trabajar, basándose en su ego más o menos. Porque la verdad es que no te pagaban por hacer ese trabajo; hacíamos esas obras para tener la oportunidad de decir «hay una obra tuya en este sitio». Si hubiera sido un encargo, aquella hubiera sido una obra muy cara. Fue muy inteligente por parte de los organizadores…

La montaña se llama Samsung, es la que da nombre a la marca, y allí habían vivido monjes hace muchos siglos, tenía una especie de monasterio, un sitio con gran significado espiritual en la cultura e historia de Corea. No sé muy bien qué había pasado con los monjes; se les llamaba los «tres monjes virtuosos», creo que venían de China y que habían traído el Budismo a Corea. Yo quería realizar algo que estableciera un diálogo con esa historia. Los artistas hacían todo tipo de obras allí, piezas divertidas, cosas con las que los niños jugaban, etc. No soy una persona espiritual, no creo en fantasmas o espíritus, pero yo quería hacer referencia a ese aspecto, conectarlo con la cultura igbo, deidades, fuerzas naturales, (…) que son importantes en esta cultura. Quise crear un asiento en el que estas fuerzas o los espíritus de los monjes pudieran descansar, un lugar donde sentarse, tomarse una cerveza o lo que quiera que hacen y toman los espíritus.

Proyecto para Anyang. Cortesía de Olu Oguibe.
Proyecto para Anyang. Cortesía de Olu Oguibe.

Pero aquí también hay una pequeña anécdota. Yo no tenía la intención de usar un banco igbo, no era parte del concepto que tenía en mente; aquello acabó siendo así porque el director del proyecto insistió en que la pieza fuera reconocible como africana. Creo, sin embargo, que por el material y demás llegamos a crear una obra que no fuera esterotípica africana. No es que importe, mi reserva no es la forma, sino la idea de pedir expresamente algo que pueda ser reconocido como africano.

Los comisarios, otro de los temas sobre el cuál no querías discutir…

Cuando eres comisario de una exposición, también eres el narrador y, como tal, tienes tu propia visión de lo que quieres que aparezca. Dictaminar se hace necesario, pues es tu exposición, tu proyecto, tu visión. Si los artistas hicieran sus propias exhibiciones, podrían hacer lo que quisieran. Personalmente, cuando me encargo del comisariado de una exposición -y creo que todos los buenos curadores hacen lo mismo- intento encontrar un punto de encuentro con el artista. Pero no dejo que los artistas dicten cómo debe ser la exposición.

'Games' (2001), detalle. Bienal de Cerámica de Albisola, Italia. Cortesía de Olu Oguibe.
‘Games’ (2001), detalle. Bienal de Cerámica de Albisola, Italia. Cortesía de Olu Oguibe.

Siempre uso la analogía del director de teatro. A veces hay desacuerdo entre los guionistas y los directores de teatro, pero como guionista no puedes dar órdenes al director, él o ella tiene su visión. Lo mismo ocurre con los comisarios; puedes no estar de acuerdo con ellos, te puedes retirar del proyecto, pero no puedes dirigir. Al mismo tiempo, los artistas no deberían comprometer su trabajo, por eso debe haber un punto de encuentro.

'Games' (2001). En el mural, las figuras representan los líderes del mundo industrializado vigilando al tablero. Las piezas de este último representan a las masas, cuyos destinos son manipulados por fuerzas globale.
‘Games’ (2001). En el mural, las figuras representan los líderes del mundo industrializado vigilando al tablero. Las piezas de este último representan a las masas, cuyos destinos son manipulados por fuerzas globales. Cortesía de Olu Oguibe. 

Una pequeña historia que la mayoría de la gente no conoce: 2017 no es la primera vez en la que me habían invitado al Documenta. La primera vez que lo hicieron, me dijeron específicamente el trabajo que tenía que hacer, así que dije «lo siento, este no es el tipo de trabajo que hago». No muchos artistas hacen eso, rechazar una invitación al Documenta. Y siendo franco, yo no tenía idea de si me volverían a invitar; ha sido solo un accidente histórico que así fuera. Mantengo mi opinión sobre los comisarios, he escrito sobre ello y no quiero hablar del tema de nuevo. Está por ahí escrito. Pero lo que pienso sobre su papel y sus relaciones con los artistas, lo pienso desde la visión de alguien que ha sido comisario, no solo de vez en cuando sino que ha comisariado y co-comisariado exposiciones prominentes. Sé por lo que pasa un curador para montar una exposición y también sé lo por lo que pasa un artista para estar en una.

Esto me hace pensar en un texto tuyo que describe una entrevista entre Ouattara y Mc Evelly.

¡Ese texto 1! ¡Todo el mundo lo odia!

¡A mí me encanta! Me hizo reír… La discusión sobre los comisarios y los artistas me hace pensar en ese texto, es una reproducción de ese equilibrio de poderes cuando se trata de entrevistador y entrevistado. ¿Quién dicta las narrativas? ¿Quién hace la entrevista, al fin y al cabo?

Voy a decirte lo que pienso acerca de ello: Algunos de los debates que eran importantes para nosotros a finales de los años 90 y principios de 2000 ya no son relevantes. Me preocupa que se me saque de contexto. Si tuviera que tratar los mismos temas sobre los que escribí en el pasado, seguramente lo haría de forma diferente porque muchas cosas ya no son como eran. Thomas McEvelly se sintió muy dolido con ese texto y de hecho nunca me perdonó hasta que murió. Pero en aquella época era importante sacar el tema a la luz y advertir a las personas un poco más sobre el poder que estaban ejerciendo.

1992 fue el año en el que el primer artista africano participó en el Documenta. Recuerdo una anécdota, estando en la biblioteca de la Universidad de Illinois, Chicago, donde yo enseñaba. Debía ser 1994 o 1995, Okwui Enwenzor estaba allí y comentábamos el hecho de que el Documenta había invitado al primer artista africano solo dos años antes. Era absolutamente imposible que ninguno de nosotros imaginase, entonces, que en menos de tres años iban a nombrar a Enwenzor director del Documenta. Por aquel entonces no había comisariado ni una exposición.

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Así que en 1997 las conversaciones que teníamos ya eran muy diferentes. Eso no significa que todo haya cambiado, pero es para recalcar el cambio gigante que hay entre no haber tenido a ningún artista africano en el Documenta hasta 1992 y tener a uno de director artístico. Ahora tienes a Bonaventure Soh Bejeng Ndikung, que es comisario este año. Desde aquella discusión en Chicago, Enwenzor ha sido comisario de casi todas las grandes citas.

Menos la Dak’Art.

¡No! No va a ser curador de la Dak’Art, esa es una bienal francesa… Pero ha hecho la Bienal de Venecia, Documenta, etc. Gente como Bona están labrando un camino, garantizando una amplia visibilidad a toda una serie de artistas que a principios de los 90 ni siquiera hubieran soñado con estar en algunas de estas citas. De nuevo, no quiero decir que todo haya cambiado, pero muchas de las discusiones no son exactamente como antes. Mucha de la gente que habla sobre estos temas no aportan ninguna perspectiva, no tienen ni idea de cómo eran las cosas por 1992 o 1994.

Voy a decirte una cosa más, que es de relevancia para ti, en cuanto coordinadora de una revista: creo que todos nosotros, Enwenzor, Salah Hassam, Simon Njami, Fernando Alvim, lo que aportamos fue acción. Yo no creo en eso de estar quejándose simplemente; nosotros hicimos observaciones, señalamos una serie de problemas, pero fuimos más allá y llevamos a cabo cambios. Por eso comentaba lo de la revista: tú estás haciendo algo. ¡Pero la mayoría de la gente solo se queja! Se queja sobre todo, pero no están haciendo nada para cambiar nada. Cuando intentan volver a esos debates yo siento que ya estoy viejo para ese tipo de discusiones a las que no quiero contribuir o que no quiero alimentar. Yo ya he dicho lo que tenía que decir al respecto.

No hace mucho he tenido algunas discusiones poco agradables con gente joven de Sudáfrica. Ellos vienen con su texto, cuando por fin entran en contacto conmigo para contribuir a su texto se dan cuenta de que ya no soy el mismo al que habían leído. Porque, ¿sabes? yo vivo en 2017, ¡no en 1995! Pero ellos se sienten decepcionados. Cuando dicen que las cosas parecen no haber cambiado desde 1995, es muy discutible, porque ellos no estaban allí.  Y es importante tener registro de cómo las cosas han evolucionado en el tiempo.

Precisamente por eso es tan importante para mí tu perspectiva acerca de algunos temas en los que, decías, preferías no extenderte. Escuché a Sokari Douglas y a Abdoulaye Konaté en una conferencia explicando cómo han cambiado las cosas para los artistas africanos desde principios de los noventa. Fue tan revelador y, a la vez, confirmaba que no es verdad que el panorama no haya evolucionado, como sostienen la mayoría de jóvenes.

La lectura que esos jóvenes hacen de las cosas es diferente a la mía, y algunos tienen razón en esperar que las cosas sean mejores. Pero me gustaría ver la confluencia de esperar que las cosas cambien e intervenir para que así sea. No veo a muchos de ellos moviéndose. Bisi Silva está haciendo un trabajo increíble, pero tiene 50 años ya y sigue llevando la delantera. No quiere decir que a cierta edad tengas que parar de contribuir,  pero no hacer el trabajo pesado… ¿Qué están haciendo esos jóvenes que se quejan? Quizás en Sudáfrica, el tipo de Chimurenga

Ntone Edjabe. No digo que sea viejo, pero no es tan joven… Bona también es un buen ejemplo.

[Risas] Sí, Bona está haciendo un buen trabajo… ¡pero acaba de cumplir 40 años también!

Koyo Kouoh en Dakar, con Raw Material.

¡Koyo tiene mi edad! ¡Bisi tiene mi edad! Somos todos de la misma generación. Me gustaría ver a más jóvenes africanos escribiendo, gente con veintitantos. ¡Pero no lo veo! Al menos en cantidad, solo hay un par de personas en todo un continente de más de mil millones. ¿¿Qué coño están haciendo??  [Risas].

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1 En “Perspectives on Africa: A Reader in Culture, History and Representation”, capitulo 23 “Art, Identity, Boundaries – Postmodernism and Contemporary African Art”.

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